Cuando volví a la universidad en otoño, cambié de especialidad y dejé lingüística y no me matriculé en más clases de filosofía o psicología del lenguaje. Me habían defraudado. No había aprendido lo que quería saber sobre el funcionamiento del lenguaje. No había aprendido nada en absoluto.

—Nos sentíamos abrumados los dos por el éxtasis de la presencia del otro —dijo. —Es una gran frase —observé. —Admito que la preparé de antemano. Esperaba encontrar a alguien a quien decírsela.

De pie, en la entrada en penumbra de una sala oscura, la mujer levantó su candil eléctrico y vimos brillar los gigantescos huesos pálidos y arqueados. Luego encendió la luz y ahí estaba el mamut, ante una cortina de terciopelo verde sobre una plataforma elevada sin barandilla, para que pudieras pasar por debajo de sus enormes colmillos curvos del t

Andrea trajo kifli, unos panecillos con forma de media luna que los húngaros hornearon por primera vez para conmemorar la derrota de los turcos en Viena, y que más tarde María Antonieta introdujo en París, donde fueron bautizados con el nombre de cruasán.

En Brookstone vendían un «secador silencioso» que te permitía hablar por teléfono mientras te secabas el pelo, sin que se diera cuenta tu interlocutor.

En una sala oscura con luces anaranjadas y una machacona música española bailamos formando un gran círculo. Me recordó a la guardería, donde también teníamos que formar un círculo y dar palmadas. Empecé a intuir vagamente por qué la gente bebía cuando salía a bailar, y se me ocurrió que quizá la razón de sentirse de aquel modo en la guardería era p

—Antes tenía un perro, y siempre tenía esa pesadilla recurrente en la que me hablaba todo el rato. Me decía: «Lo único que haces es ser condescendiente conmigo, me hablas como a un idiota, me pusiste un nombre estúpido».

Todo ese tiempo, allí en el coche, le sirvió como una especie de clase, para cumplimentar un requisito para la asignatura de Análisis Social. Harvard le había reconocido como créditos académicos que condujera por Italia con cuatro personas en el diminuto Mazda de su madre. —Siempre estás triste cuando te vas de Roma —dijo en un momento dado—. Siemp

Al principio, Nina y Leonid se turnaron para mirar por el telescopio solar. Pero luego se miraron a los ojos.